Llevábamos algún tiempo queriendo viajar a Islandia en verano, pero cada año fallaba algo: o no quedaban vuelos cuando pretendíamos reservarlos, o los hoteles estaban completos. Así que esta vez reservamos todo con muuuucha antelación. Reservamos los hoteles con la cadena Fosshotel (sabiendo de la escasez de hoteles en el país nos pareció lo más cómodo) y compramos los vuelos (directos desde Málaga) a Primera Air. El 23 de julio de 2018 estábamos en Reykjavik, habiendo dormido en el cutre pero carísimo Fosshotel Lind (a la escasez de hoteles hay que añadir los también conocidos precios desorbitados de Islandia). Y partimos, en el coche alquilado a Avis, en dirección norte, porque el plan era dar la vuelta a la isla en el sentido de las agujas del reloj.
La noche anterior habíamos comido en una pizzería de Reykjavik, y habíamos conocido la costumbre del país de pedir y pagar antes de sentarte a la mesa (salvo en los sitios «elegantes», claro). Ese día conocimos las facilidades que ofrecen al viajero los pequeños hipermercados y las gasolineras. Ojo, que hay muy pocos. Pero en unos y otras te puedes aprovisionar de bocadillos y bebidas, cosa imprescidible dada la escasez de restaurantes y sus precios estratosféricos. En las gasolineras, además, puedes comer hamburguesas, perritos y otros tipos de comida rápida. Te salvan la vida.
Ese día vimos varias cascadas, las más notables Hraunfossar y Barnafoss. Luego llegamos a Reykholt, donde íbamos a hacer noche. Dimos un paseo por el diminuto pueblo y nos acercamos al manantial de aguas termales Deildartunguhver.
Cenamos en un restaurante rústico de los alrededores.
La península de Snæfellsnes
El día siguiente lo dedicamos a recorrer la península de Snæfellsnes. Ni se te ocurra perdértela cuando vayas a Islandia. Faltan palabras para describirla. Y falta tiempo en un día para recorrerla. Eso sí, aprovisionate en la localidad de Borgarnes antes entrar en la península.
Después de atravesar hermosos paisajes en los que no se ve un alma paramos en el pueblo de Stykkishólmur y subimos hasta el pequeño faro situado en un acantilado frente al puerto. Casas de madera, bastantes turistas.
Siguiente parada: Grundarfoss. Impresionante cascada que se ve a lo lejos desde la carretera y te invita a acercarte. Hay una pequeña zona de aparcamiento. Tienes que caminar a lo largo de la valla de un cercado en el que pasta un grupo de caballos de raza islandesa, atravesar una zona encharcada y, finalmente, saltar una valla de alambre de espino, pero al fin llegas al pie de la caída de agua.
Luego llegas a Grundarfjordur y pasas junto a la verde montaña de origen volcánico llamada Kirkjufell.
Y finalmente entras en el parque nacional de Snæfellsjökull. La carretera deja de estar asfaltada (cosa que ocurre muchas veces en Islandia) a la altura de la playa de Skarðsvík, de arena dorada y aguas turquesas que contrastan con el basalto negro de los acantilados.
Más allá, algunos kilómetros de solitaria pista te llevan hasta el extremo noroeste de la península a través de un paisaje que no es de este mundo. Al final, un pequeño faro pintado de color naranja y un sobrecogedor paisaje costero en el que podréis sentiros como los únicos habitantes del planeta (de ese planeta, sea cual sea). Otra pista, a la izquierda, lleva a otro faro. La seguimos durante un trecho. A la derecha del camino se ven unos impresionantes acantilados de basalto.
Pero no llegamos hasta el faro, porque la pista sólo es apta para todoterrenos y no nos atrevemos a seguir hasta el final en el pequeño turismo que hemos alquilado. Salimos de las pistas de tierra y continuamos por la carretera asfaltada rodeando el extremo de la península, teniendo siempre a la izquierda el Snæfellsjökull, glaciar que corona un volcán. Más tarde pasamos por Hellnar y Arnarstapi: soberbios acantilados que, en algún punto, recuerdan los de Moher en Irlanda. Últimas caminatas.
Y luego aún nos queda un largo trayecto en coche desde la península de Snæfellsnes hasta el hotel en Reyholt.